Cuando me dijiste que se murió el olivo supe de inmediato que ya las cosas no iban bien. Ya no me tomabas la mano como antes, ni me decías cosas preciosas y delicadas en el momento en que llegaba al departamento. No te molestabas en mirar para atrás cuando la micro se iba conmigo, ni susurrabas junto a mí la canción de Camilo Sesto que tanto te recordaba a tu hermana.
Ernesto, nuestro gato ya no tenía ni ganas de dormir con nosotros por el frío que había ahora en la cama; hasta tu madre notó que el pelo se había puesto opaco, tu padre rompió más de siete silencios el domingo al almuerzo y las ventanas ya no se empañan cuando estamos los dos al anochecer.
La vecina ya no mira sonrojada en las mañanas cuando salimos juntos a comprar el pan, a mis amigas les incomoda ir a nuestro hogar por las caras que pones, a tus amigos les molesta mis ganas de compartir con ellos un bailesito y un ron. El teléfono ahora suena diferente, indiferente; la comida sabe desabrida, el jugo aguado, el té no sabe a canela, el café no está lo suficientemente caliente cuando lo tomamos. El desayuno es más flojo, los paseos de los sábados cada vez más cortos y los momentos en la cama cada vez más ajenos. Los regalos de cada viernes se repiten, la ropa se puso jetona, los zapatos ya no brillan, tus poleras están cada vez más arrugadas.
Los viajes a la playa son más lejanos, la ida al cine está dormida, el baile en el salón favorito perdió su sabor, los lentes ya no reflejan el sol como antes y el paraguas sólo moja.
Desde el día en que descubriste que ya no te quería a ti, el olivo murió y llegó el olvido.